El otro mira desde la vereda
de enfrente,
la sangre en el ojo,
la mueca de asco,
el pensamiento clavado
en la duda.
Mira sin saber
qué hacer,
quizás ya tuvo demasiado,
los cristales rotos
desparramados en el pavimento
el bem-bem de una alarma que
se repite y hace eco,
el reflejo tornasol del aceite
sobre la brea oscura.
El que estaba entre los vidrios de pronto
se sienta,
se sacude las astillas,
se palpa el torso reconociéndose
¿por primera vez?,
se levanta y se aleja.
El otro lo sigue mientras se confunde
su figura en el horizonte,
el atardecer rojo camuflando
la sangre,
niega la confusión
con un gesto en la cabeza,
articula una media sonrisa
sarcástica,
gira su vuelta y se aleja.
El otro no es
otro sino él mismo,
el que se marcha en
direcciones opuestas,
el que se funde en el
anochecer y desaparece.